Señores: La muerte ha venido a interponerse entre este Discurso inaugural y la personalidad conspicua que un acto tan solemne debía presidir. A la imprenta le entregué en 1º de septiembre, por amistosa indicación del muerto que lloramos; que si así no hubiera sido, y este pobrísimo trabajo lo hubiera tenido que escribir en estos días de letal congoja, os juro, señores míos, que no me hubiera sido posible componerlo, pues que mi ánimo, sin fuerzas para tanto -aun siendo como es tan poca cosa- se hubiera refugiado a la región del sentimiento, en donde sólo se llora, y en donde, por consiguiente, no se piensa. Ha muerto el Rector de la Universidad de Barcelona; el sabio, el caballero, el hidalgo, el noble, el digno, el valiente defensor de sus derechos, el estricto observador de todos sus deberes. Ha muerto el maestro ; el padre de los discípulos, el compañero de todos; para mí, el amigo más querido. Pero, si ha muerto su cuerpo, y, por el imperio de las leyes naturales, se está ya deshaciendo tan gallarda y espléndida figura, su alma vive, y está, en este instante, entre nosotros ; y nos preside desde alturas más excelsas que la altura de la silla rectoral, puesto que nos contempla desde el cielo, donde, sin duda alguna, le esperaba su morada, y toma parte principalísima en este acto; y le da, con su espiritual presencia, una solemnidad mucho más grande que la que le diera su alma humana, cuando no se había aún desprendido de las ligaduras recias de su propio cuerpo. A él, como a vosotros, va dirigido, por legal mandato, este seco fruto de mi endeble ingenio; y de trabajo tan modesto, por el hecho de ser ineludible, confiado espero, sino aplauso, aprobación, si quiera en atención al sentimiento que guió mi pluma al escribirlo, bajo el imperio de mi alma, hoy tan consternada al componerlo.